El Huber
Pensando fuerte y claro








R. Isaías Covam se sobresaltó. Era la primera vez que veía algo así. Extremando precauciones, pasó la mano por encima de ese artefacto y notó algo distinto. Le gustaría decir que “sintió” algo distinto, pero prefería atenerse a la exactitud de las palabras.

Nunca había visto algo similar, no estaba preparado para analizarlo y mucho menos entenderlo. Su cabeza intentó ponerle nombre pero sólo resonaba la palabra “anacrónico”.

Volvió a intentarlo. Se acercó, estiró la mano con cuidado, acercándola mientras se concentraba en lo que pudiera ocurrir. Todo lo demás desapareció, el foco estaba en ese elemento desconocido. Y volvió a pasar. Tal cual. ¿Qué era eso? ¿Por qué pasaba lo que pasaba? Miró alrededor y trató de encontrar quién le hacía semejante broma. Nadie. De todos modos, ¿quién hubiera podido intentar bromear con él? El sentido del humor no era uno de sus fuertes, de hecho pese a haberlo intentado, nunca podía asimilar los principios básicos del humor. Mucho menos del sarcasmo. Era casi una broma obligada: si Isaías no lo entiende, seguro que es sarcasmo. De todos modos, eso jamás lo afectó.

Pero esto era diferente. Significativamente diferente. Trató de entender, de manera empírica y recurriendo a lo que ya sabía, cómo manejar (¡y manejarse!) con semejante artefacto. ¿Habría dónde encenderlo? ¿Sería seguro hacerlo, desconociendo las consecuencias? Y fue esta misma pregunta la que le dio parte de las respuestas. Precisamente si no fuese seguro, era él quien debía asumir el riesgo. Así estaba determinado desde… ¿desde cuándo? Ni él sabía. Pero poco importaba en ese momento.

La decisión estaba tomada y él, con una resignación propia de quién afronta lo inevitable con la convicción de hacer lo correcto, tomó el objeto de sospecha y arriesgó todo por descifrar el enigma. Vio la tapa, raída y desgastada sin nada que identifique lo que encontraría adentro y en una acción inmediata que pareció durar horas, la abrió.

Nada.

No pasó nada. Ya era demasiado extraño encontrar el objeto. Aún más extraño abrirlo y que no haya ninguna reacción. Fue ahí, en ese preciso instante, que descubrió la trampa. Sus ojos hicieron contacto con las palabras escritas en ese material delgado y desconocido y ya no pudo parar. Las palabras se sucedían con una velocidad vertiginosa mientras él grababa cada una de ellas y se iba metiendo dentro del texto, sintiéndose parte de la historia. Jamás había tenido un libro en la mano y esto lo hacía más apasionante, si podemos hablar de pasión en alguien como R. Isaías Covam.

Capítulo tras capítulo se involucró en la historia, se vio a sí mismo en el cuerpo del protagonista, entendió sus motivos, sus deseos y sus contradicciones. No podía evitar la identificación. Los unía mucho más que algunas hojas, tinta y una sucesión de palabras hilvanadas. Había una conexión directa entre ambos: él, Isaías, también era un robot. Era la primera vez que leía la historia de otro robot. Estaba seguro, incluso, que él era el primer robot que hubiera alguna vez leído un libro. Por lo menos en su generación, muy lejana a la era de los libros impresos.

Cerca del final, Isaías entendió la constante dicotomía del lector apasionado: por un lado desea conocer el desenlace de la historia y por otro no quiere que se acabe la magia de la lectura, ese camino por el que el autor lo va llevando. Un viaje de mutuas convenciones: el autor, mintiendo una "historia real" y el lector haciendo de cuenta que le cree.

Pero llegó la última página. Una profunda y extraña sensación lo envolvió y, contra todo pronóstico y toda lógica, lloró. Lloró por el final de Andrew Martin, lloró por la emoción recién conocida de la lectura y porque en ese “Hombre Bicentenario” se reconoció a sí mismo, a sus deseos más profundo y ocultos y porque le pareció que, desde la contratapa, la foto de ese hombre canoso y sonriente llamado Isaac Asimov, le hacía un guiño de complicidad como si entre ellos hubiera más que una sincronía anagramática.

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Yo se que no es el estilo clásico del blog, pero le quise dar espacio a mi costado nerd, tan característico en mí.

Algunos datos: Isaac Asimov (1920-1992) fue uno de los autores más prolíficos de la historia, abordando temas desde Ciencia Ficción hasta divulgación científica, pasando por novelas policiales e investigación histórica. En sus relatos y libros de robots presentó la idea de las 3 leyes de la robótica El texto de referencia “El Hombre Bicentenario”, es un clásico que llegó incluso al cine con Robin Williams como Andrew Martin. Toda la saga de la Fundación está íntimamente ligada a los robots, clave para la historia que se relata.
Mi propio "viaje de ida" comenzó leyendo un cuento llamado “La última pregunta” y, desde ese momento no hubo retorno. Soy un fanático lector de Asimov.

Foto: Drift Smoke by Shockmotion






 

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